El miedo en los ojos.
Un médico gestáltico en pandemia
La vida tiene extrañas maneras de sorprendernos. Un día estás en Málaga, trabajando como terapeuta gestalt, y un año más tarde, sin quererlo ni beberlo, te encuentras en las urgencias de un hospital de Madrid afrontando la peor epidemia desde 1920.
Casualidad o destino, lo cierto es que tocó apretar los dientes, protegerse y tirar palante. Y, en medio del caos que supuso, la mirada gestáltica iba recogiendo hechos, certezas e insights de distinto tipo. Mi propósito con este artículo es transmitir lo vivido y dar testimonio como testigo directo tras haber navegado durante la pandemia conviviendo con ambas miradas, la sanitaria y la gestáltica. Allá vamos.
Los inicios
Para empezar, describir el ciclo gestáltico que hicimos como sociedad y que, visto lo visto, han repetido diferentes sociedades de nuestro entorno, incluso de ámbitos bien distintos. Y es que antes que nada, tuvimos una primera fase de negación absoluta de la realidad. Al igual que en el duelo, como si fuésemos un enfermo al que se acaba de dar la noticia de un cáncer diseminado, la primera reacción fue mirar para otro lado, decir en alto que no tenía nada que ver con nosotros (‘serán casos aislados’), y de lo macro, a lo micro, como individuos no nos dábamos cuenta de la que nos caía encima, y esos primeros días en los que avisaron del confinamientos, las terrazas y los parques estaban repletos de ciudadanos que no podían darse cuenta.
Y para mí, no era un acto de irresponsabilidad consciente, sino la primera fase de cualquier duelo, normal como la vida misma, por mucho que los sanitarios nos enfadásemos en ese momento, como fue mi caso. Hervía de rabia cuando leía en las redes el famoso comentario ‘es como una gripe’. ¿Cómo podía ser como una gripe? Ahora ya sabemos que al estar toda la población expuesta, el peligro era la saturación del sistema de salud, tal y como ocurrió. Pero es que los lunes todo el mundo acierta la quiniela.
Aún siendo así, me sorprendía más si cabe del ámbito gestáltico, del que soy parte, y que atacaba ferozmente los intentos quizá torpes de la administración de ponernos en alerta. De alguna manera, no podía evitar ver el paralelismo con el linchamiento generalizado que vivimos hace apenas un año al ser catalogados como ‘pseudoterapias’. ¿Qué sabían los científicos de la terapia? Qué justificado enojo sentíamos y sentimos cuando somos juzgados por una parte de la sanidad que mide con datos y analíticas y que no puede comprender el valor de lo vivencial, de la escucha y de la importancia de expresar lo que nos duele.
Y de golpe y porrazo, somos nosotros los gestálticos los que nos encontramos desde el otro polo vilipendiando sin mesura a la ciencia, que nos advertía de una pandemia peligrosa que iba a sesgar y está sesgando decenas de miles de vidas. Lo repito. Decenas de miles de vidas.
Recuerdo con vividez una carta que escribieron los intensivistas italianos a todos sus colegas europeos, titulada ‘Preparaos’, donde advertían de lo que nos estaba llegando y que ellos ya estaban viviendo. Me impresionó las decisiones de triaje tan terribles y el anuncio de la falta de respiradores para todos los enfermos, es decir, que tendríamos que decidir a quién sí y a quién no. Ahora ya hemos entendido todos este concepto, pero esas semanas fueron muy duras, teniendo que dejar de avisar a la UCI por pacientes que apenas hace 3 semanas se hubieran beneficiado de unos recursos que ya no estaban al alcance de todos, y los médicos teníamos que poner en la balanza qué vidas había que pelear y cuales tenían que conformarse con medidas menos agresivas y seguramente insuficientes para curarse.
La confluencia sana
Si hay una palabra que me viene a los labios cuando describo lo ocurrido es ‘dantesco’, y bien podría ser ‘espeluznante’. En el hospital empezamos a ver pacientes COVID uno detrás de otro, como narra Camus en ‘La peste’, y la población dejó de venir a las urgencias por la patología que solía venir, lo que nos dio un poco de aire para poder centrarnos en los enfermos COVID. Fue gratificante comprobar que como sociedad funcionamos a una en esas primeras semanas. El mensaje caló, y diría que la responsabilidad, alimentada en parte por el miedo, habitó entre nosotros a sus anchas durante marzo y abril. En términos gestálticos, diría que nos imbuimos en esa parte sana de la confluencia de la que habla Paco Peñarrubia en ‘La vía del vacío fértil’. La confluencia como acto de responsabilidad, como movimiento centrípeto de una sociedad en momentos de crisis, como hace una familia tras el fallecimiento repentino de uno de sus miembros, siguiendo un movimiento de fusión que protege las heridas recién abiertas para que puedan traspasar unidos y seguros el primer momento de shock.
Otra faceta en la que notaba la confluencia sana era en la colaboración que hubo entre servicios en el hospital. Dado que se suspendieron operaciones, consultas y revisiones, los especialistas de traumatología, ginecología, otorrino, dermatología, etc… se unieron a los sectores más vapuleados por la pandemia para reforzar posiciones. Así, las gines hacían llamadas de seguimiento a pacientes dados de alta, las otorrinos desempolvaron los fonendos y nos ayudaban en urgencias a explorar y escribir historias clínicas a un ritmo frenético, los traumatólogos iban a la UCI para ayudar a voltear a los pacientes intubados, pues sabíamos por chinos e italianos que mejoraba significativamente la capacidad respiratoria, y así todos los servicios que quedaron ‘desocupados’ encontraron la manera de aportar sus conocimientos y voluntad para tapar la sangría.
El miedo en la mirada
En el hospital había dos escenas tipo muy dolorosas y difíciles de gestionar. Por un lado, cuando le dabas la noticia a un paciente de que tenía neumonía bilateral y tenía que quedarse ingresado. Teniendo en cuenta que los sanitarios vamos enmascarados, con pantalla o gafas de protección, bata impermeable, guantes y gorro, apenas podíamos comunicarnos con los ojos, y la mirada de las personas transmitía miedo, un miedo denso, de estar al borde del abismo, sin nadie a quien acudir, sin saber si ibas a poder volver a ver a tu familia, de la que se habían despedido apenas hacía unos minutos en la admisión de urgencias, enfrentándose a una enfermedad nueva y desconocida, letal. Y como médico, no podía tocarle, ni sonreír, apenas quedaba la mirada y la palabra para la comunicación, y en medio de un estrés y un ajetreo ruidoso y caótico. Era todo un reto darme unos momentos para parar unos segundos, sentir ese miedo desesperado y reconfortar dentro de mis posibilidades a quien estaba viviendo la experiencia.
Por otro lado, llegaba el momento de dar la noticia al familiar en la sala de espera, o por teléfono. Comunicar con las mismas limitaciones que he comentado y volver a ver el miedo en los ojos del familiar, que queda al otro lado de la puerta, asustado y sin la posibilidad de estar junto a la persona que quiere. Y tratar de infundir ánimos y esperanza y al mismo tiempo comprender el miedo y la incertidumbre, la gran palabra de esta pandemia.
En mis carnes
Y es que, como sanitario, el miedo fue a ratos paralizante. Mientras trabajaba era otra historia, al estar metido en la batalla, con el vaivén de enfermos, solicitudes, pruebas y decisiones, el miedo quedaba bastante en segundo plano. La película cambiaba al llegar a casa. Me sentía contaminado, sucio, y con pavor de poder estar llevando la peste a casa. No dejaba que mis hijas me besaran hasta que me daba una buena ducha, y bajo mi aparente optimismo, bullía una inquietud y la sensación de amenaza.
Lo peor eran las noches. Me desperté al menos dos veces bañado en sudor, bien por alguna pesadilla o por la hiperactivación de mi sistema simpático, y cuando me daba cuenta de que estaba sudando, me imaginaba que en realidad era fiebre, y que me había enfermado de covid. El pánico se apoderaba de cada una de mis células, y el miedo a la muerte afloraba, empeorando los síntomas de mi sugestión. Tuve que despertar a mi mujer esas noches para poder hablar un poco y conseguir tranquilizarme.
Entre mis compañeros, vivencias similares. Al cabo de la primera semana de confinamiento, una primera médico cayó enferma, a los dos días otra más, y entre todos animábamos a las ausentes y prometíamos celebrar con tambores el regreso al hospital.
Hasta que llegó un día de guardia en el que empecé a encontrarme raro, con dolor de garganta y el cuerpo cortado, y al irme a descansar unas horas me entró una tiritona que anunciaba un pico de fiebre. Esa noche fue la peor a nivel personal, de nuevo sentía el miedo apoderándose de mí, esta vez solo en una cama de hospital, con el desconocimiento del virus dando alas a mis fantasías más catastróficas.
Me hicieron la PCR por la mañana, y me mandaron a casa. A los dos días confirmaron que era positivo.Tuve síntomas leves, apenas 3-4 días con febrícula, mareo, mucho cansancio y algo de mocos. No eran síntomas graves y, sin embargo, estaba muerto de miedo. Sentía la muerte cerca, rondando, y me imaginaba cada enfermo en el hospital, con síntomas mucho más serios, peleando con la misma sensación de vulnerabilidad e impermanencia.
Me agarraba a la estadística para calmar la paranoia, por los datos de China, y con los más confiables datos de Corea e Italia, sabíamos que el 90% de los enfermos sufren síntomas leves, y que sólo un 10% necesitan ser ingresados en el hospital. Y los datos de mi horquilla de edad eran más tranquilizadores aún. La ciencia fue un bálsamo esos días frente al bamboleo del mundo emocional. La razón como antídoto frente a la sobredosificación de las emociones, un punto de anclaje muy valioso esos días de vértigo.
Pasados los días de síntomas, el miedo desapareció y volvieron las ganas de retomar el trabajo y poder ayudar a mis compañeros, que estaban sobrepasados. Y es que la épica también tuvo su parte de responsabilidad en el cocktail de coraje del que hicimos acopio los sanitarios para afrontar la epidemia. No puedo negar que mi narcisismo estaba bien alimentado esos días con tanto apoyo, cariño y reconocimiento como tuvimos.
El coronavirus
Volviendo al covid, más datos. Al ser una enfermedad desconocida, aún no sabíamos cómo tratarla. Los protocolos cambiaban a veces hasta dos y tres veces la misma mañana, de modo que había que modificar los tratamientos de todos los pacientes de la urgencia. Teníamos reuniones todas las mañanas y a mediodía donde nuestras jefas nos informaban de los cambios de algoritmos. Quedaban escritos en una pizarra del despacho que fotografiábamos y pasábamos por mensaje para unificar criterios. Era de locos.
Y un trabajo desalentador. En las consultas, donde suelen llegar los casos más leves, no parábamos de ver radiografías con la temida neumonía bilateral, criterio de ingreso, condena de aislamiento de tu familia, marca negra de apestado oficial y pasaporte a un mundo desconocido que afrontar en absoluta soledad. Todos los pacientes eran el mismo, fiebre, tos, una semana en casa, y que venían porque la fiebre no cedía o porque empezaba a faltarles el aire. Y cuando auscultabas, ese ruido como de nieve pisada que llamamos crepitantes en los dos pulmones. El agotamiento era más emocional que físico.
La sensación como gestaltista era de estar en contacto permanente con la enfermedad, paciente tras paciente, sin apenas instantes de retirada, porque al llegar a casa continuaba el bombardeo de información, por un lado necesaria y muchas otras veces generadora de angustia, además de las llamadas y mensajes de amigos, familiares y conocidos que tenían algún amigo, familiar o conocido con los síntomas, y con dudas de si ir o no al hospital, tan muertos de miedo como cualquiera en esos días locos de marzo.
Así que los momentos de retirada brillaban por su ausencia, y el colapso emocional era cuestión de tiempo. ¿Qué hizo que los sanitarios no decayésemos durante esas semanas? Como apuntaba hace unas líneas, creo que la épica hizo mucho en favor de nuestra salud emocional. Y la épica se apuntaló en parte gracias a los aplausos.
Los aplausos
Y es que los aplausos de las 8 fueron una fuerza inesperada. El primer día escuchábamos todos los compañeros emocionados en nuestras terrazas los ánimos de nuestros vecinos y se nos pusieron (y se me ponen aún mientras escribo) los pelos de punta, se nos saltaban las lágrimas y nos mandábamos los videos de las distintas zonas donde vivíamos.
Fueron días hasta cierto punto preciosos, donde podía soltar la tensión acumulada durante la jornada, ponerme al día con mis emociones pendientes, y donde además la vocación médica volvió a tomar un sentido que muchas veces se pierde cuando en nuestra actividad cotidiana vienen los pacientes con sus exigencias y sus frustraciones, primas-hermanas de las mías propias.
De golpe y porrazo, la sanidad ocupaba un primerísimo plano, desplazando a los futbolistas del protagonismo de los diarios y los titulares televisivos, y donde como sociedad nos dábamos cuenta de que a falta de respiradores, personal de intensivos y camas hospitalarias, cobraba la importancia que se merece tener una sanidad bien equipada, bien formada, y con contratos estables y bien remunerados.
Al mismo tiempo, nunca me identifiqué con la palabra héroe, me sentía parte de la sociedad como organismo, y veía que nos tocaba ser punta de lanza como en otras ocasiones lo son otros colectivos. Como una célula que necesita de todas sus estructuras y orgánulos, éramos ahora los sanitarios los que hacíamos figura dentro del conjunto de la sociedad como fondo. Y, como decía, fueron días en parte hermosos por la unión de la sociedad ante la adversidad, que nos hizo más fuertes y más sensibles a lo importante de la vida, con una mayor conciencia de la importancia de CUIDARNOS, así en mayúsculas, y en todas sus variantes.
El después
Según fueron pasando las semanas, los enfermos cada vez eran menos. Nosotros seguíamos activados, con energía y ganas, como una bicicleta que se sigue moviendo por inercia después de una buena pedalada, y como había menos covid, estábamos incluso optimistas, contentos, casi eufóricos se podría decir por lo vivido.
Era un espejismo. Una vez que la bici se detuvo por el rozamiento, nos tocó contactar con un vacío grande, inapelable, desértico. Me recordaba a la sensación de hueco que queda cuando dejas un trabajo o fallece alguna persona que está en tu día a día, con ese extraño sentimiento de echar de menos algo que ya no volverá.
Y al quedarnos en ese vacío desagradable y silencioso, nos volvimos a convertir en calabaza, como el carro de Cenicienta, y hubo que volver a la triste realidad. Como colectivo, estuvimos quejosos y molestos por el regreso de los paciente precovid, los dolores articulares de meses de evolución o las lumbalgias que no responden a ningún tratamiento.
Bajo la queja, otros dolores. Me empecé a dar cuenta del abrumador estado de disociación que viví durante las semanas más duras. Aún sabiendo que podía pasar, ocurrió. Tanto a mis compañeros como a mí, nos llamaban a la puerta de la conciencia casos especialmente duros, sedaciones pautadas entre prisas, nombres de pacientes que no sobrevivieron, preguntándonos machaconamente si podíamos haber hecho algo más.
Me di cuenta de que tenía una lista con los números de historia de mis pacientes covid ingresados, y de cómo tenía tachados los que daban de alta y ponía una cruz a la vera del que había fallecido. Mi lista no era muy larga comparada con la de mis compañeros, seguramente porque los 15 días que estuve de baja me dieron cierta ventaja a la hora de no alargar mi lista, y aún así buscaba los nombres detrás de las cifras identificativas y trataba de recordar el rostro de tal o cual persona, cuestionando si había estado suficientemente humano, intentando rescatar del olvido a esos seres humanos que ya no están.
Assumpta Mateu siempre me dice que la culpa esconde mucha omnipotencia, y creo que tiene mucha razón, y que viene muy al caso. Además, yo creo que también esconde mucho dolor, el dolor proyectado de la vida que se nos va, igual que la cara de esos pobres pacientes, el dolor de recordar lo brevísimos que somos, fugaces y mínimos. Una cifra tachada con una cruz.
La visibilidad
Si aceptamos la tesis de ver estos meses como un gran duelo que nos ha tocado vivir, creo que caímos en el error de no dar visibilidad a los fallecidos. Sabemos que en un primer momento del duelo, ver a la persona querida fallecida ayuda a tomar conciencia de la realidad de su muerte, nos confronta con nuestra nueva situación y nos pone en una situación más favorable para comenzar el duelo.
Dicho de otro modo, es sabido que en las muertes en las que no aparece el cadáver, como los naufragios o los fusilados en las cunetas de la guerra civil, es más difícil el duelo y más probable que el proceso se quede enquistado, dejando una cicatriz más dolorosa y que tiene el peligro de reabrirse a poco que nos movamos.
Y es que en nuestro país, no llegamos a ver los muertos. Ya sea por tratar de infundir una inyección de moral o intentar no desestabilizar el ánimo de una población confinada, ya sea por motivos más opacos, y con fines electoralistas, lo cierto es que en los telediarios veíamos más los aplausos y las coreografías de sanitarios, así como gráficos y estadísticas que nos escondían los rostros reales de los que estaban sufriendo y peleando por sus vidas.
Mientras estaba de baja, recuerdo ver un reportaje en The New York Times sobre la pandemia en Italia en el que los periodistas acompañaban a varios enfermos con fotografías de cada momento, y durante ese trayecto se podía sentir el miedo, el dolor y la angustia tanto de pacientes como familiares. Acabé el artículo llorando, poniéndole cara a la tragedia, dándome cuenta de que en nuestro país no estábamos haciendo ese trabajo tan duro como necesario.
Cuando unas semanas más tarde, en las manifestaciones de Núñez de Balboa de los llamados ‘cayetanos’, escuchaba a una profesora decir a cámara que ‘ella no había visto a los muertos’, tras el primer momento de indignación, no pude dejar de darle en parte la razón. Nadie ha visto a los muertos, y así es más difícil asumir la restricción de libertades y movimientos. Y creo que fue uno de los factores que favorecieron uno de los movimientos más mediáticos de esta pandemia: el negacionismo.
El negacionismo
Sobre los pilares de la falta de visibilidad y la limitación de libertades como la de movernos libremente o abrazar a los que queremos, apareció un movimiento negacionista con informaciones sin contrastar que se difundieron a la misma velocidad del virus por todo el mundo.
Como médico gestáltico, muchos compañeros de la gestalt me hacían llegar vídeos, entrevistas y artículos sobre el MMS, sobre los perjuicios de las mascarillas, sobre el origen del virus, las PCR… hasta el punto de saturarme. Los médicos que trabajamos en hospitales por lo general no tenemos el tiempo ni la información para poder estudiar de primera mano todos los avances en genética, epidemiología, técnicas de laboratorio. Es cierto que, al estar familiarizados con el lenguaje científico, nos cuesta menos poder leer un artículo a fondo sin perdernos con los términos, pero eso no nos hace ni mucho menos expertos en todas las áreas de la medicina.
Y he aquí que de pronto, teníamos especialistas médicos en cada chat de amigos, que discutían enfurecidos cualquier artículo leído en 15 minutos como si hubiesen estudiado en ese cuarto de hora medicina, hecho el MIR, haber hecho la especialidad de preventiva y haber estado 15 años trabajando como tal enfrentando pandemias. Hablando claro, un disparate.
Creo que como sociedad y como individuos, nos faltó humildad. Mucha humildad. En esas semanas, los científicos nos dieron una lección de humildad que bien podríamos haber imitado, o imitar, que aún estamos a tiempo. En cada entrevista, en cada rincón del planeta, había un investigador reconociendo lo limitado de sus opiniones, y las palabras que salían de sus labios eran del tipo de ‘parece que’, ‘con la evidencia reunida hasta ahora es razonable afirmar’, ‘aún es pronto para’ y demás frases que lo que mostraban era un profundo reconocimiento de sus propios límites, y cualquier buen terapeuta gestáltico apoyaría esa noble capacidad de aceptar el tope de sus capacidades.
Así que una de las tareas añadidas de estos meses fue contrastar informaciones enviadas por amigos y conocidos, y descubrí páginas muy útiles como Maldita o Full Fact, en donde desmontaban con evidencia y apoyándose en líderes científicos de diversos campos los argumentos de los negacionistas.
Para ayudarme a entender este fenómeno conspiranoico, a nivel médico pude comprender que podía ser un movimiento hasta cierto punto sano para equilibrarnos como sociedad, ya que había y hay muchísima gente polarizada en el terror al virus. Lo vemos aún en el hospital, personas de cualquier edad que llevan meses sin salir de sus casas, sin dar un abrazo a nadie, policías de balcón que como en ‘La trinchera infinita’ se han quedado anclados en marzo de manera disfuncional, y que seguramente necesitan escuchar a personas polarizadas en el extremo opuesto para poder equilibrarnos en el punto medio.
Así, me parece que la profundidad del movimiento negacionista es reflejo de la profundidad del movimiento alarmista, y a mí al menos, me deja más en paz verlo de este modo, sintiendo que el negacionismo, incluso con sus tesis dislocadas, es necesario para arrancarnos como sociedad del inmovilismo y de los peligros del miedo perpetuo.
La vuelta a la incertidumbre
Hay pocas certezas tras el covid. La segunda ola, al menos en mi hospital, no ha sido ni mucho menos tan severa como en marzo. Si no hubiese existido marzo, estaríamos impactados pero tras ese primer envite nos hemos movido mejor a la hora de afrontar la epidemia. Sabemos diagnosticarla mejor, predecir quién va a ir peor, tenemos tratamientos algo más efectivos, y con la vacuna esperamos poder disminuir su severidad.
Como médico, el poso que deja es por un lado, la relevancia que ha cobrado la sanidad pública, que creo que va a seguir en portada a nivel político y también a nivel humano durante años, y creo que cuando como sociedad ponemos el foco en un asunto concreto, somos muy capaces de resolver las diferencias y avanzar en positivo, hacia una sanidad más equitativa y sobre todo universal.
Por otro lado, creo que los sanitarios a nivel emocional hemos pasado bastante de puntillas por la crisis, y presiento que durante estos años acabarán llegando a nuestras consultas de terapia de una manera u otra con el tema del covid muy presente. Ojalá sepamos aprovechar, tanto sanitarios como terapeutas, esta grieta en la coraza para abrirnos a otra manera de atender, de cuidar y cuidarnos, que podamos incorporar lo emocional a nuestra práctica diaria, que sepamos mirar a los ojos el miedo y el dolor de nuestros pacientes, reconocer los nuestros y volvernos un poco más cálidos, más humanos. Si es así, bendita pandemia.
Vicente Lafuente de Otto
Miembro adherente de la AETG
Médico de Familia y Terapeuta Gestalt.
Publicado en la Revista nº41 de la AETG ‘Diálogo y terapia gestalt en tiempo de pandemia’